Despierto.
Suenan alegres los pájaros en el exterior. La brisa susurra al golpear contra
los muros que nos protegen. No es un golpeo brusco, sino que pareciera que la
brisa acariciase cada centímetro de la rústica casa.
Miro el
reloj, en el móvil, con el esfuerzo de cada mañana, por haber dormido en paz.
Mis ojos no aceptan la luz desde el inicio, pero vislumbran las 8:06.
Era una mañana veraniega, pero no calurosa,
pues estábamos en la altura, en el norte de nuestra –no siempre tan odiada-
España. Conforme pasaban los segundos, la luz natural se intensificaba,
atravesando ferozmente el visillo que intentaba defendernos la noche anterior
de las luces artificiales que incesantemente se presenciaban en el exterior. Me
levanto, ataviado con mi pijama típico para esas fechas, el cual tapaba lo
justo. Al entrar en contacto con el suelo, el mármol hizo que un frío intenso
pero agradable recorriese mi cuerpo. Lentamente y en el más absoluto silencio,
me acerqué hacia la ventana con la intención de tornar los rayos de sol que
penetraban por los resquicios de la persiana en menos intensos. Lo conseguí,
mientras que los pájaros seguían cantando su mañana alegre y, al poco tiempo,
se oía la voz de un gallo al despertar, el cual nos daba la buena nueva de que
un nuevo día llegaba, y seguíamos aquí, sobre la tierra… y juntos.
Lentamente
volví mi cuerpo para recuperar la dirección hacia la cama, sabiendo lo
complicado que resultaría volver a retomar el calor que mis pies tenían antes de haber salido del
que desearían que fuese su hábitat natural, la cama. Apenas podía apreciarse,
pero aún se notaban leves aromas del suavizante de aquellas sábanas blancas e
impolutas.
Aún recuerdo
la noche. Cerrada, pensativa y con mil historias que pasaban por mi cabeza
mientras meditaba cubrir la cama con pétalos de rosas rojas y hacer un pasillo
de velas aromáticas, desde el patio interior de la hacienda -en la que el aroma
a hierbas recién cortadas hacía inevitable nuestro deseo de permanecer juntos
allí, toda la noche- hasta los pies de la cama. Mi objetivo era claro, llevaba
años planificándolo e imaginando mil formas de llevarlo a cabo, en todas ellas
obteniendo la satisfacción de haberlo logrado.
Finalmente
conseguí regresar a la cama, mientras que atisbaba los movimientos de incomodidad
que inconscientemente tenemos mientras dormimos. También siento aún el temblor
de mi cuerpo, iniciado desde la planta de mis pies, en el regreso hacia el
lecho en el que me esperabas tú, de forma inocente y con la tranquilidad de
saberte defendida por mi cuerpo. La inseguridad al caminar iba en aumento
conforme más me acercaba a la cama, pues era mi último deseo el despertarte. Tu
cuerpo yacía indefenso e inocente en aquella amplia cama. Deberías ver lo guapa
que estabas. Incluso mientras dormías ni siquiera los ángeles podían superar tu
belleza. El pelo se dejaba caer sobre tu cara, y un rayo de luz se posaba
directamente sobre tu brazo, desnudo, y abrazando un cojín con el que solías
dormir cuando no lo hacías conmigo.
Por la noche
dijiste estar cansada, y me rogaste querer dormir hasta tarde, siempre y cuando
estuviese abrazándote cada segundo que pasásemos juntos en aquel sueño
traspasado a la realidad. Eran miles las noches en las que la distancia nos
impedía dormir juntos, mientras que cada una de las noche eran maldecidas bajo
palabras que sólo expresaban el deseo de tenernos. En aquella ocasión no hubo
distancia. Conseguimos acabar con ella y vivir, pues en aquellos pequeños
momentos en los que permanecíamos unidos era donde realmente se desarrollaba
nuestra vida. Una noche juntos, un café a medias, una visita sorpresa…
Me refugié
bajo aquellas sábanas, las cuales conservabas cálidas para mí, y volví a
abrazarte como anteriormente había estado haciendo toda la noche. Lentamente
acerqué mis labios a tu hombro, siempre con cautela, pues estaba viviendo la
sensación más hermosa que haya conocido el hombre: tener a la mujer de su vida
entre sus brazos y, además, dormida. Conseguí besarte, como otras tantas veces,
con la sensibilidad que solía hacerlo y con el calor que mis labios guardaban
para ti. Permanecí inmóvil. No recuerdo el tiempo que lo hice, tal vez horas,
observando tu rostro y tus movimientos inconscientes que a lo largo de toda la
noche ya habías realizado.
Fue entonces
cuando quise acabar con aquella situación. Despegué mis brazos de tu piel,
intenté levantarme nuevamente de la cama, en esta ocasión con la colocación
previa de las zapatillas de estar por casa. Llevaba ya rato despierto, pero mi
mente seguía actuando más rápido que mi cuerpo adormecido. Mi mente se
encontraba ya en la cocina, preparándote un desayuno digno de tu persona, pero
mi cuerpo aún se encontraba intentando meter el pie derecho en la zapatilla.
¡Ay, yo y mi patosidad!
Aun no entiendo cómo, pero no llegué a trasladarme a la cocina para prepararte el desayuno que planifiqué en mi mente. No entiendo cómo en cuestión de segundos, te despertaste, te diste la vuelta, y te abalanzaste sobre mis hombros, abrazándome por la espalda y consiguiendo que volviera a recostarme sobre la cama para, entonces, tomar el desayuno que siempre me pediste: besayunarme.