No.
No soy fuerte.
No soy de esos que pueden enfrentarse a una despedida.
Sí.
Sí soy de esos que tiemblan cuando se acerca el final de una
evidencia que no acabábamos de esperar.
Sí soy de esos a quienes se les parte el alma en cada
despedida, se divide en dos, dejando un abismo entre las partes.
Por no hablar de esos mil pedacitos en los que se divide el
corazón
Al caer como un frágil cristal.
Y en esa caída, en ese duro impacto contra el suelo,
Comprobar cómo cada una de esas partes no volverá a su posición
inicial.
Y aquí estoy.
Tirado en la cama, escribiendo con el corazón roto y el alma
ensangrentada.
Ensangrentada por una distancia que pesa.
Es curioso como a partir de ese momento –en el que sus
corazones se separaron- la distancia comenzó a medirse en peso.
Y es curioso cómo el extrañarse suscitó una fuerza
incontrolable.
Una fuerza que trataba de vincular dos corazones, dos almas…
y una sola vida.
Pero no.
Yo no soy fuerte.
Y no.
Tampoco sé enfrentarme a una despedida.
Por eso trato de camuflar un “adiós” con un “hasta pronto”.
Para saber que entonces, dentro de unos meses, cuando
volvamos a vernos
Yo siga siendo el mismo
Y pueda seguir escuchando ese dulce “mi” en esos labios.
Ese “mi” que acompañado de cualquier cosa la convierte en la
más preciosa que se haya mentado.
Y allí estaban ellos.
Buscándose.
No en el mismo espacio pero sí en el mismo tiempo.
Hasta que un día, de tanto buscarse, acabasen encontrándose.
Y, entonces, empezar a amarse.
Tanto como deseaban.