viernes, 3 de mayo de 2013

Mi primera vez.

Aún hoy puedo recordar aquel maravilloso día. Fue uno de mis primeros días con ella. No estuvimos juntos todo el día, pero durante el tiempo que estuve con ella, no existía nada más. Sólo podía centrarme en ella y me fascinaba la idea de poder estar a su lado, simplemente me encantaba su presencia, poder ver su bello rostro, observar cómo sonríe y quedarme como un tonto mirándola, durante minutos enteros y sentirme tras aquella sonrisa el ser más pequeño de este planeta. Esa sonrisa me iluminaba, pero no sólo a mí, me pareció que iluminaba la vida entera. Ese era el ser más precioso que había visto en mi vida y no quería apartar mi mirada de su cara, podía mirarlo sin parar y que nadie se percatase de que yo existía porque su sola presencia me parecía que llamaba la atención de todos. O quizás era lo que yo sentía. Quizás era… No sé… ¿El amor? Quizás sería que yo sólo tenía ojos para ella pero ella no parecía tenerlos para mí, o al menos no del mismo modo que yo. Y sí, puedo recordar que aquella fue mi primera vez. Supongo que a todos nos ilusiona nuestra primera vez y yo no iba a ser menos. Además, de toda la vida he sido una persona caracterizada por el arraigo de mis sentimientos, por lo que aquella situación supe desde el primer momento que quedaría guardada en mi retina, en mi caja de recuerdos, en mi memoria, dentro de mí… En mi corazón. Y así fue. Puedo recordar aquella noche con total nitidez y cómo, durante aquellos 120 minutos intenté por hacer por todos los medios algo que no me atrevía a hacer. Finalmente no conseguí mi propósito, pese a que luché incesantemente por él, pero quizás mi atrevimiento –o falta de él- me lo impidió. Y es que no supe si una acción como aquella podría parecerle a ella descabellada o fuera de contexto, pero en mi interior supe que quería hacerlo y era mi mayor sueño. Fue la confirmación de lo que durante meses estaba sospechando pero negándome a mí mismo. ¡Qué tonto! Anda que negarme la evidencia… No quería –o mejor, estaba inseguro por la magnitud del tema- pero aquella noche el mar de nubes que tenía se despejó y quedó un precioso cielo claro y azul. Un cielo de primavera. Un cielo prácticamente vestido de azul uniforme pero que se tiñe a cada decena de kilómetros de una nube blanca. Esa nube blanca representa mi inseguridad, y el resto, toda la inmensidad e infinitud azul, representaba la evidencia: estaba enamorado y no podía remediarlo. El recuerdo no me ha permitido detallar aún el momento y mostrar por qué me resultaron tan increíbles aquellos 120 minutos, los cuales, fueron mi primera vez. Para empezar, era la primera vez que me tuve que auto convencer de mi amor. Aquellas magnitudes no se podían reservar en una cajita roja del tamaño de un puño. Había que sacarlas y aceptarlas. Lo hice, lo acepté, pero nunca lo declaré. Lo acepté ante mí mismo de la manera que jamás lo había hecho, sin recordar lo que pasó con la vez anterior. Sin recordar el hueco que dejó la persona anterior. Pero no pasaba nada. Sabía la grandeza de aquél agujero, pero ella, mi nueva ella me había hecho olvidar ese hueco, lo había cubierto con cosas suyas y había proporcionado a mi persona cosas que nunca supe que podría tener y cosas de las que jamás conseguiré descubrir su verdadero valor, porque no lo tiene. Desde aquel momento supe que era la mujer de mi vida. Desde aquel momento supe que no quería a mi lado a otra persona que no fuese ella. Desde aquel momento supe que no quería dejar sentir eso que bombeaba mi corazón y me corría por las venas. Desde aquel momento supe que no quería dejar de sonreír de manera estúpida cada vez que escuchaba las pocas letras que tiene su nombre. ¡Qué pocas letras pero cuánto significado! Y sí, tiene 4 letras. Será que las cosas más importantes de la vida tienen pocas letras. El amor tiene 4 letras y podemos apreciar como todo un mundo gira y se ve movido por él. Para terminar de recordar aquellos magníficos 120 minutos… Bueno… Pese a lo que se pueda interpretar, aquellos 120 minutos que pasé junto a ella fueron de los más bonitos que había vivido hasta entonces. Fue justo lo que dura una película. Justo lo que duraba aquella película. Nuestra primera película. Una de tantas. Una de las que pudimos enterarnos de su contenido, no como ahora. Una de esas que no son románticas, pero que el hecho de verla al lado de la persona que más quieres en tu vida provoca que no la veas, sino que la vivas. Yo viví aquella película junto a ella. Toda la noche estuve intentándolo. Toda la noche estuve con la tontería de intentar rozar su piel. Toda la noche estuve poniendo mi mano de una manera en la que le resultase fácil agarrarla. Toda la noche, toda mi noche, la cual duró 120 minutos, no quise otra cosa que no fuese tener su mano fusionada con la mía y poder mirarla a la cara. Poder mirar su hermoso rostro y decirle, muy bajito, al oído, sin que nadie se enterase: Te quiero, pequeña. Pero no. No pudo ser. No pude contactar con ella. No pude acariciar su piel. No pude enredar mis dedos entre los suyos y que se formase aquella unión perfecta, sin hueco alguno, que tanto tiempo había permanecido en mi memoria. Pero no me puse triste. Aquella noche no lo merecía. Había tenido la oportunidad de vivir con ella, a su lado, a menos de 10 centímetros, uno de los momentos más sobresalientes de mi vida. Y sí. Yo no le haría sonreír. No es que fuese muy ducho en conseguirlo, pero lo que sí pude hacer fue ver su sonrisa. Pude ver cómo ella sola conseguía iluminar la tenue luz de aquella sala de cine. Pude perderme en aquella sonrisa. Pude alimentarme durante aquel momento de felicidad pura para mí. Ella parecía alegre de estar con su amigo, pero yo era feliz por estar con la persona a la que amaba. Sentimiento del que no pudo enterarse. Sentimiento que no pude expresarle. Sentimiento que creaba un miedo en mi superior al peor que hubiese sentido antes. Un miedo que tenía por un “no”. Era la primera vez que me pasaba. No soportaría tener ese “no” para toda mi vida. Era lo que más me atemorizaba. No obtuve el “no”, pero tampoco el “sí”. Al menos permaneció a mi lado. Al menos pude tenerla. Al menos no se largó… Al menos no tuve que soportar cosas peores durante aquella noche ni durante lo poco que quedaba de aquel mes. Al menos… Al menos no era de otro. El amor es egoísmo. Yo lo tenía, ¿sabéis? Pero el amor también es riesgo y a mí, en ese preciso momento, me atemorizaba el riesgo. Era una cuerda que me ataba las manos a la vez que existía una venda que tapaba mis ojos. Y por no arriesgar… No gané. Y ahora os digo… No tratéis de ocultar el amor durante mucho tiempo. Al final éste se volverá en contra tuya. Se volvió en contra mía… No lo imaginé nunca pero el guardarme ese amor me hirió por dentro. Una herida que tengo conmigo mismo. Una herida por no atreverme. Una herida por haberle quedado claro que sólo éramos amigos. Era un crío, ella más aún. Estaba enamorado. Tuve que admitirlo y sí, el amor adolescente duele. Realmente fue mi primer amor verdadero. Al lado suyo, los demás parecen irrisorios hoy en día. Ya han pasado más de 3 años de aquello. 3 duros años. ¡Vaya 3 años! ¿Sabéis qué? Aún hoy en día puedo sentir lo que sentí aquella misma noche. Justo hacia la misma persona. Estoy loco, lo sé. Pero los locos son los que verdaderamente se enamoran, ¿no?

miércoles, 1 de mayo de 2013

Poesía no poética.

El amor no tiene explicación.
La pasión no tiene explicación.
Un roce al paso.
Una mirada futiva.
El calor de unos labios.
Un corazón partido...
Se lo ha llevado.
Ella.